La cúpula del mundo / Jesús Maeso de la Torre / Grijalbo
Reseña en El País / Jacinto Antón - 12/04/2010
Una novela recrea la vida de Cristina de Noruega, desposada en Castilla en 1258
La peripecia de la hermosa princesa hiperbórea descendiente de vikingos Cristina (propiamente Kristina o Kristin) de Noruega no tiene nada que envidiar a un cuento medieval. Ni a la de la gran vikinga de ficción, la reina Sigrid del Capitán Trueno. Si la rubicunda heroína de los tebeos era hija del rey Thornwald de la legendaria Thule, Kristin Hâkonardottir (1234-1262), nuestra Cristina, no menos blonda, lo era del gran Haakon IV El Viejo de Noruega, al que debemos no sólo la unificación definitiva de su país, sino la célebre carrera de esquíes conocida como la Birkebeinerrennet, que conmemora su salvación de niño durante las guerras civiles en brazos de dos grandes guerreros (y esquiadores pioneros), Skevla y Skrukka.
Cristina tuvo a su Trueno en la persona del infante don Felipe, hermano del rey Alfonso X, y que según algunas fuentes habría sido caballero templario. El sabio monarca la envió a buscar a sus frías tierras en el marco de su política de alianzas dinásticas para consolidar sus aspiraciones imperiales en Europa, según recalca el escritor Jesús Maeso de la Torre, que recrea la vida de la princesa del siglo XIII en su emocionante novela histórica La cúpula del mundo (Grijalbo).
El novelista ha caído bajo el hechizo de Cristina. Y ¿quién puede reprochárselo? La princesa noruega convertida en infanta de Castilla tras su boda en 1258 (en eso tuvo, con otro Felipe, más éxito que su compatriota Eva Sannum) irradia una atmósfera feérica. Parece haber sufrido mucho lejos de su tierra nórdica y, como las ondinas de los cuentos de hadas, se dice que murió, ay, de melancolía y de añoranza. El hecho es que falleció joven, en Sevilla, a los pocos años de su llegada y sin hijos. Está enterrada en un sarcófago de piedra en la iglesia burgalesa de Covarrubias. Cerca de la tumba cuelga una campana que según la tradición garantiza matrimonio a las chicas que la hagan sonar. Y en el exterior se alza desde 1978 una evocadora, algo élfica estatua del artista noruego Brit Sorensen. En la actualidad, una fundación trata de cumplir el deseo de la princesa de que se construyera en su tierra de acogida una capilla a San Olaf. En el interior del sarcófago, junto al esqueleto de la noruega, amortajada con seda roja, apareció un pergamino con una receta para el dolor de oído. Maeso de la Torre ha imaginado que la puso ahí como discreto testimonio de amor un médico enamorado de la princesa, que es el protagonista de su novela. El personaje tiene gracia porque se ha formado en Salerno para curar sentimientos que producen desánimo y la "melancolía negra", la depresión, así que es una especie de psicólogo avant la lettre. Alfonso X, previsor, lo envía con la misión diplomática que ha de traer a la princesa.
¿Era de verdad guapa la chica del país del norte? "Sí, aparte del testimonio de Sturla Tordsson en su saga sobre Hakon Hakornarson (el nombre en nórdico antiguo del padre), parece que Jaume I, que era un gran galanteador, le tiró los tejos cuando la comitiva noruega hizo escala en Barcelona camino de la corte de Alfonso X".
Maeso de la Torre le imagina una vida infeliz a la noruega en la corte castellana. La de su padre, cristianizada, no era ya una corte propiamente vikinga -como la que escandalizó en el siglo X al viajero Ibn Fadlan porque los reyes hasta tenían sexo en público con esclavas durante las audiencias (lo que sin duda hacía muy populares esos actos, las audiencias quiero decir)-, pero debía de conservar un sano salvajismo que contrastaría con el encorsetamiento de las formas (y valga la expresión) en la muy católica Castilla. Doña Violante, la esposa de Alfonso X, hija de otra princesa viajera, Violante de Hungría, era mujer de carácter y no sería extraño que tuviera roces con la rubicunda y -¿por qué no?- escultural escandinava. Maeso la describe aún semipagana, como debía serlo gran parte de la sociedad noruega bajo el barniz cristiano. Pero no era ninguna bárbara. "Hablaba idiomas y venía de una corte culta, aunque, claro, no comparable a las del sur de Europa, que eran ya prerrenacentistas. El choque cultural debió de ser grande".
De su aspecto especula, suspirando: "Su nívea piel debía ser un asombro aquí y se decía que tenía los ojos profundamente azules, del color del cielo de su tierra". De la Torre se confiesa un secreto admirador de Sigrid (¡y quién no!) y reconoce que ha forjado su Cristina en las hechuras de la vikinga.
Kristina, pues, de Thule a Castilla.